lunes, 30 de enero de 2012

Afán de hétero-heterodoxia


Quería escribir y, por supuesto, quería publicar mis novelas y cuentos, pues sin lector no tiene sentido la escritura. Pero nada más lejos de mi itenciòn que la rancia e ingenua ilusión provinciana de alcanzar el reconocimiento literario aspirando orines de pensión barata, compartiendo piorrea y halitosis con el viajante frustrado, o haciéndome confidente del bujarrón avezado de los bajos fondos o de la cincuenta que había llegado para azafata y terminado de asistenta de inválidos por no perder la dignidad. No pretendía cerrar los ojos al dolor y a la miseria, pero me negaba a la adicción del morboso placer del perdedor. Tampoco iba a calentarle los pantalones al viejo e influyente crítico, poniéndome a la cola de su pupilaje o infiltrándome con halagos en las tertulias de los camastrones de la cultura; aunque no quería perderme ningún acto de la comedia humana, fuera bajo, alto o de medio fondo.

La movida, el movimiento generacional de principios de los ochenta, ha había muerto. Madrid se había convertido en una capital moderna y recuperado su orgullo frente a las descalificaciones de la periferia. La polémica entre racionalismo y posmodernidad, entre verdad única o múltiple, entre futuro y presente, había concluiod en un dialogo de sordos. Yo no había tomado opción por ningún bando, pero sentía un evidente recelo hacia culaquier discurso totalizador y un consiguiente rechazo hacia los modelos tradicionales. Quería escribir contra ellos, contra la nueva vanguardia arrepentida e institucionalizada, contra el chato realismo social, contra el virtuoso realismo mágico, contra el simbolismo y la abstracción, con el intimismo sentimentaloide, el sicologismo obsesivo y el lirismo moroso y cursi. Quería subvertir las normas del bien hacer, buscando en lo ínfimo, en lo canalla, en el "mal gusto", un nuevo aliento; y me emponzoñaba en la vulgaridad, la vulgaridad como subversión y provocación. Pero ningún editor se sintió subvertido ni provocado; al menos no recibía respuesta alguna en este sentido. Algún crítico condescendiente aludía de vez en cuando a la "mala novia" de la facilidad que podía tentar a los jóvenes escritores. Pero la facilidad era, precisamente, dejarse llevar por ese bien hacer, bien escribir, bien pensar; por esa escritura de "raza", que tanto aplaudían. Era seguir el tópico académico, el detritus encorsetado de las vanguardias; aceptar el gusto imperante de la cadena de entendidos, sus mediocres criterios; o rebelarse, si uno tenía vocación de insumiso, por el camino establecido para la heterodoxia. La facilidad era, en definitiva, lo que siempre había sido: ser previsible.


Juan María de Prada, Retrato del artista intransigente, Ed. Gramma, Madrid, 1991

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